Por: Carlos Arturo Gamboa B.
El título de profesor, tan vilipendiado en estos años de la “revolución educativa”, otorga el privilegio de la consultoría. En estos días cuando se agita el mundillo electoral colombiano no he podido ser ajeno a ese privilegio. Muchos de los estudiantes, con los que comparto cátedra en Periodismo o en Literatura, se han acercado inquietos con el fin de entrecruzar «miradas políticas» sobre el tema reverberante de las candidaturas presidenciales. El sólo suceso de poder escuchar de sus voces esas inquietudes, ya me traza esperanzas, sobre todo en esta nueva década cuando el sentido de la a-política pareciera haber invadido las mentes y los cuerpos de lo jóvenes y de no pocos adultos. En ese ir y venir de ideas, se debate cuál es el camino a seguir, y ante tan variada argumentación, dejaré sentada mi posición, como debe hacerlo un profesor, más aún en el ámbito universitario.
Considero que Colombia llegó al límite de la barbarie y en tiempos donde ni siquiera la vida posee un valor no-económico, la pregunta a resolver es ¿Ahora qué hacemos? Sobre el mantel electoral se muestra variados platos, pero ninguno diferente, si acaso el discurso de Petro en los últimos debates, pone en juego las profundas crisis sociales que deben ser resueltas para que el país tome un rumbo social. Nadie habla de la reforma agraria tan necesaria para que se construya una equidad de bienes, debe ser porque anunciarlo sería arremeter contra las burguesías dueñas de medio país, contra los ganaderos y sus ejércitos armados de intolerancia, contra los grandes capitales que expropian tierras para explotación de bienes no renovables. Ya Antonio García Nossa lo había explicitado, este país, y en general esa Latinoamérica nunca liberada, jamás construyó una forma de gobierno diferente al orden colonial: “Cuando el último soldado español se embarca de regreso a la Península, lo que queda en pie no es un nuevo orden, sino el orden colonial -su cuerpo, sus instituciones, sus clases, su economía, su cultura, su espíritu- administrado por un nuevo cuadro de personas”, es decir, jamás nos liberamos de la supremacía burguesa y sus intereses mezquinos, por eso nunca construimos una nación.
Ahora bien, el problema es que nuestro actual Estado ha llegado incluso a superar la barbarie y la desigualdad de los métodos coloniales. La corrupción se convirtió en una forma de vida colombiana, las instituciones son marionetas del Estado y cumplen el dictamen de la burguesía, no sólo porque de esa manera se consolidan en el poder, sino porque ellos mismos, en la gran mayoría, son la burguesía. Esa cultura de la compra de ideas y de cuerpos responde a la antigua lógica del fin justifica los medios. Sostenerse en el poder es la gran meta de la minoría del país, aún a consta de la miseria generalizada que atiborra cada rincón de esta adolorida Colombia. Ahora resulta que todos los males tienen un epicentro: La guerrilla. Ya no hay niños muriendo de hambre en el Choco, no hay congresistas paramilitares, ya no hay desaparecidos, ni refugiados, ni exiliados, ni desplazados, ni ricos repartiéndose los subsidios, ni desempleados, ni indígenas golpeados y presos por sus ideas, ni pescas milagrosas estatales… Este país es el más feliz del mundo, sólo que existen guerrilleros “terroristas” que toca matar y seremos la Suiza latinoamericana. Como diría el saliente: falso de toda falsedad.
En medio de ese caos oculto, las ideas parecen velas a punto de extinguirse, y pareciera que no es tiempo de luchar por las grandes utopías, sino al menos el tiempo de defender la vida. Los muertos no tienen derechos, y a ese estado de indefensión hemos llegado. Ahora hablar en contra del orden establecido es ser “terrorista”, no hay lugar para la argumentación, menos para la disidencia. Más trágico aún resulta que la mayoría (lo que algunos denomina opinión pública), considera válido ese discurso y así lo demostró eligiendo dos veces a Uribe, aún sabiendo que había desbaratado la Constitución Política, se había aliado con los paras (Mancuso así lo afirmó recientemente), había comprado el Congreso y había convertido la barbarie en política de Estado. ¿Entonces que hizo que la mirada virará hacia otro escenario?
El cansancio primero atrofia las ideas y luego los cuerpos; pero el mecanismo del pensamiento humano aún no ha sido derrotado, el sueño de las máquinas debe esperar. Los jóvenes, actores sociales e históricos algún día deberían manifestarse, el problema es que los medios están en manos de los pirotécnicos del poder y ellos jamás predijeron que una nueva forma societal estaba en marcha: Las redes virtuales. Un nuevo espacio, en donde la velocidad domina el vértigo, se convierte en el epicentro del fenómeno electoral, ahora hay un lugar en donde se pueden expresar sin necesidad de desplazarse, un mundo interconectado de manera rizomática, un mundo activado por un click. Y fue por ahí en donde empezó a re-construirse el discurso de la legalidad como necesidad cultural, porque son los jóvenes los más excluidos en la sociedad colombiana, sometidos al poder del adulto. ¿Por qué la juventud rebelde empieza a reclamar la legalidad, si esta categoría es propia de los adultos? Porque la ilegalidad es de tal monstruosidad, que incluso es mejor la ley y las instituciones del orden.
Otro discurso que atrajo la mirada de los jóvenes fue el tema de la educación, ese antiguo sueño de la modernidad que nunca desembarcó en estas tierras, la formación de un ser razonado, ético y argumentado, discurso de hace siglos en la hoy Europa adormecida. Sin educación no hay construcción de república, sin letrados seguiremos en manos de los hacendados del poder, sin conocimiento seremos masa amorfa que la burguesía usa a su antojo. Pero quiero ser claro, con ella tampoco garantizamos nada.
En ese escenario considero de vital importancia que la política sea un tema nuevo entre los jóvenes y la masa de ciudadanos, que los debates en los pasillos, los cafés, los bares, las aulas y los escenarios urbanos, sea el fenómeno Mockus. Es un buen indicio, pareciera ser que al letargo colombiano le ha llegado su fin. Si, lo sé, soy optimista. Comparto la necesidad de construir una ética que permita movilizarse en el mundo de lo público sin el ánimo de depredar y le apuesto a la educación como una de las formas de reconstrucción social; pero no le apuesto a un hombre, sino a la colectividad. Las soluciones no vienen en la maleta de viaje de un político, se construyen desde las bases sociales. Mockus no es un hombre de avanzada, no está proponiendo la construcción de un nuevo país, está liderando la necesidad de volver a lo esencial, al respeto por la vida, por los bienes públicos, por la ética, por la educación; es decir, nuestro país es tan lamentable que incluso añoramos el viejo orden.
Aclaro, mi voto será verde, porque quiero garantizar que durante los próximos ocho años al menos pueda escribir textos como este sin el temor de ser catalogado de “terrorista”. Después del 30 de mayo seguiré luchando por construir ese verdadero país para los colombianos, espero que en esa lucha me reencuentre con muchos de esos alborozados jóvenes que hoy enverdecen el paisaje. En tiempos ocres, bienvenido el verde.
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