octubre 21, 2024

DE LIBROS Y LIBROS EXTRAÑOS

Por: Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

Docente Universidad del Tolima

 


Hay libros que provocan ser leídos de una sola sentada, otros, por el contrario, son para leerlos gota a gota, con la incertidumbre placentera de nunca concluirlos. Hay libros que llegan a nuestras manos por accidente, no sabíamos de su existencia, si acaso algo de su autor. Cuando seleccionamos libros se actualiza el ritual que conecta a los lectores con nuestros antepasados recolectores: ellos iban por ahí probando nuevos alimentos, supongo que muchos murieron envenenados por hongos antes de descubrir el champiñón.

Las formas accidentales en que accedemos a algunos libros también tienen una fuerte relación con los flujos del mercado, ese mismo del que algunos ilusos aún siguen creyendo que se autorregula. El libro hecho mercancía cumple su ciclo y se devalúa, porque todo lo que sube baja, excepto lo que se queda arriba. Y cuando el libro pierde valor en términos comerciales se vuelve accesible en términos culturales. La mayoría de los libros merecen esa devaluación, incluso debieron no haber sido escritos o al menos no haber sido publicados, pero en el mundo de las mercancías también hay espacio (de por sí ese es el mayor lugar que existe) para la fugacidad y la obsolescencia. Nada más generoso, para un libro banal, que continuar en el anonimato a pesar de ser publicado y promocionado.

Aun así, existen excepciones. Hay libros que merecieron mejor suerte (lectores), pero el capricho editorial y las leyes del mercado (es decir de quienes lo controlan), no se basan en la plusvalía estética, sólo les interesa el valor comercial, aunque ellos saben que no todos los valores se miden en pesos. Hay una leyenda de un libro y un autor famoso, tan famoso que muchos citan apartes sin haberlo leído, como ocurre con La Biblia. Ese libro se titula Una temporada en el infierno, y alguna vez escuché o leí, (eso que importa) que Arthur Rimbaud financió la edición de 500 ejemplares y que 490 de ellos permanecieron casi tres décadas en una bodega. Alguien los encontró por allá avanzado el siglo XX y dio a conocer esa joya de la literatura moderna que iba a generar un tsunami en la poesía. De pasó ese alguien que lo recuperó generó un buen escenario para su plusvalía.

Los datos de esa historia pueden variar. Quizás fueron menos ejemplares, no imagino al vaciado e imberbe poeta Rimbaud autofinanciando todos esos libros. O quizás sí y por esa deuda fue que tuvo que huir hacia Abisinia a traficar con marfil. Quizás no pasaron tantos años para el descubrimiento de esos libros, o quizás no fue un descubrimiento sino una estrategia de marketing editorial. Quizás toda la historia es una distorsión surgida en mi época de lecturas de los poetas malditos y mi caprichosa bohemia buscando su rastro estético. Lo único cierto es que aún los poetas seguimos autofinanciando la edición de nuestros libros y muchos de ellos (por no decir casi todos) merecíamos seguir inéditos.

Pero vuelvo al punto, disculpen que me enredé un rato en el siglo XIX y de allá uno corre el riesgo de no salir ileso. Decía que los libros llegan a uno también porque pierden valor comercial y terminan en ventorrillos, canastas de rebajas y remates. Sabemos que el papel reciclado sirve para hacer cartón, lo irónico que esas cajas luego se usarán para empacar nuevos libros cuyo único destino es convertirse en cartón. Es como la ley del eterno retorno de mala escritura. Sí Nietzsche viviera enloquecería de nuevo.

Bueno, la verdad es que todo eso que dije en los párrafos anteriores fue una excusa para contarles que me encontré un libro extraño en una remate de libros. No digo el nombre de la librería para no comprometerme comercialmente, aunque les diré que fue en una librería de Ibagué (Hay tan poquitas que es imposible no acertar). El autor es el periodista Gustavo Gómez Córdoba y el título del libro es 41 mil palabras sobre Colombia, el dinero, el sexo, la masturbación, el infierno, los bebés, el periodismo, la pereza, el fútbol y Twitter. Sí, ese el título y es la primera razón por la que mis ojos se fijaron en él. Al principio creía que la carátula era un abstract de esos que tenemos como manía hacer los escritores de la academia y que sirve para que el lector no lea más de nuestros sosos artículos. Pero no, ese era el título. Luego husmeé su contracarátula, ahí (si está bien hecha) encontramos la información necesaria para cerrar la compra. Aunque para ser sincero, lo que me terminó de convencer fue el precio, ya les había dicho que estaba en la sección de rebajas.

Ahora voy por ahí con el libro, leyéndolo por pedazos. Es un inventario de palabras y frases, pariente del Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, pero este tiene algo más de misterio, porque está construido con frases, fragmentos e ideas extraídas de los medios de comunicación colombianos, no sólo los tradicionales como periódicos, revistas actuales y extintas, televisión, radio; sino también de redes sociales, blogs y sobre todo Twitter (también extinto por ley inevitable del mercado y uno de sus controladores, un tal Elon Musk). Y en ese divertido inventario de 180 páginas, se reconstruye de manera escrita parte de la idiosincrasia de este infernal y paradisiaco país. Hay humor, citas de autores universales parafraseados, ironía, realidad a chorros, verdades que provocan risa y luego llanto, historia de nuestras alocadas ideas como país y no poca estupidez de esa que se cultiva sin esfuerzo en nuestra extensa terraza cultural. Todo ello lo ha compilado meticulosa (y paranoicamente) Gustavo Gómez.

Valió la pena el esfuerzo de buscar entre tanto libro devaluado y cosechas de ácaros, al fin y al cabo, ahora tengo en mi poder un texto que no leeré de una sentada, sino que lo dejaré por ahí en el escritorio, en la mesita de noche o en la guantera del carro y de vez en cuando lo abriré en cualquier página para recordar que soy colombiano y formo parte de este circo. Un libro que no se lee de una sentada adquiere mayor vigencia y tendré réditos de ello, es decir, me generará plusvalía cultural.