Por: Carlos Arturo
Gamboa Bobadilla
Docente Universidad del
Tolima
Hay libros que provocan
ser leídos de una sola sentada, otros, por el contrario, son para leerlos gota
a gota, con la incertidumbre placentera de nunca concluirlos. Hay libros que
llegan a nuestras manos por accidente, no sabíamos de su existencia, si acaso
algo de su autor. Cuando seleccionamos libros se actualiza el ritual que conecta
a los lectores con nuestros antepasados recolectores: ellos iban por ahí
probando nuevos alimentos, supongo que muchos murieron envenenados por hongos antes
de descubrir el champiñón.
Las formas accidentales
en que accedemos a algunos libros también tienen una fuerte relación con los
flujos del mercado, ese mismo del que algunos ilusos aún siguen creyendo que se
autorregula. El libro hecho mercancía cumple su ciclo y se devalúa, porque todo
lo que sube baja, excepto lo que se queda arriba. Y cuando el libro pierde
valor en términos comerciales se vuelve accesible en términos culturales. La
mayoría de los libros merecen esa devaluación, incluso debieron no haber sido
escritos o al menos no haber sido publicados, pero en el mundo de las
mercancías también hay espacio (de por sí ese es el mayor lugar que existe)
para la fugacidad y la obsolescencia. Nada más generoso, para un libro banal,
que continuar en el anonimato a pesar de ser publicado y promocionado.
Aun así, existen
excepciones. Hay libros que merecieron mejor suerte (lectores), pero el
capricho editorial y las leyes del mercado (es decir de quienes lo controlan),
no se basan en la plusvalía estética, sólo les interesa el valor comercial,
aunque ellos saben que no todos los valores se miden en pesos. Hay una leyenda
de un libro y un autor famoso, tan famoso que muchos citan apartes sin haberlo
leído, como ocurre con La Biblia. Ese libro se titula Una temporada
en el infierno, y alguna vez escuché o leí, (eso que importa) que Arthur
Rimbaud financió la edición de 500 ejemplares y que 490 de ellos permanecieron
casi tres décadas en una bodega. Alguien los encontró por allá avanzado el
siglo XX y dio a conocer esa joya de la literatura moderna que iba a generar un
tsunami en la poesía. De pasó ese alguien que lo recuperó generó un buen
escenario para su plusvalía.
Los datos de esa
historia pueden variar. Quizás fueron menos ejemplares, no imagino al vaciado e
imberbe poeta Rimbaud autofinanciando todos esos libros. O quizás sí y por esa
deuda fue que tuvo que huir hacia Abisinia a traficar con marfil. Quizás no
pasaron tantos años para el descubrimiento de esos libros, o quizás no fue un
descubrimiento sino una estrategia de marketing editorial. Quizás toda la
historia es una distorsión surgida en mi época de lecturas de los poetas
malditos y mi caprichosa bohemia buscando su rastro estético. Lo único cierto
es que aún los poetas seguimos autofinanciando la edición de nuestros libros y
muchos de ellos (por no decir casi todos) merecíamos seguir inéditos.
Pero vuelvo al punto,
disculpen que me enredé un rato en el siglo XIX y de allá uno corre el riesgo
de no salir ileso. Decía que los libros llegan a uno también porque pierden
valor comercial y terminan en ventorrillos, canastas de rebajas y remates. Sabemos
que el papel reciclado sirve para hacer cartón, lo irónico que esas cajas luego
se usarán para empacar nuevos libros cuyo único destino es convertirse en
cartón. Es como la ley del eterno retorno de mala escritura. Sí Nietzsche
viviera enloquecería de nuevo.
Bueno, la verdad es que
todo eso que dije en los párrafos anteriores fue una excusa para contarles que
me encontré un libro extraño en una remate de libros. No digo el nombre de la
librería para no comprometerme comercialmente, aunque les diré que fue en una
librería de Ibagué (Hay tan poquitas que es imposible no acertar). El autor es
el periodista Gustavo Gómez Córdoba y el título del libro es 41 mil
palabras sobre Colombia, el dinero, el sexo, la masturbación, el infierno, los
bebés, el periodismo, la pereza, el fútbol y Twitter. Sí, ese el
título y es la primera razón por la que mis ojos se fijaron en él. Al principio
creía que la carátula era un abstract de esos que tenemos como manía
hacer los escritores de la academia y que sirve para que el lector no lea más
de nuestros sosos artículos. Pero no, ese era el título. Luego husmeé su contracarátula,
ahí (si está bien hecha) encontramos la información necesaria para cerrar la
compra. Aunque para ser sincero, lo que me terminó de convencer fue el precio,
ya les había dicho que estaba en la sección de rebajas.
Ahora voy por ahí con el
libro, leyéndolo por pedazos. Es un inventario de palabras y frases, pariente
del Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, pero este tiene algo más
de misterio, porque está construido con frases, fragmentos e ideas extraídas de
los medios de comunicación colombianos, no sólo los tradicionales como
periódicos, revistas actuales y extintas, televisión, radio; sino también de redes
sociales, blogs y sobre todo Twitter (también extinto por ley inevitable del
mercado y uno de sus controladores, un tal Elon Musk). Y en ese divertido
inventario de 180 páginas, se reconstruye de manera escrita parte de la
idiosincrasia de este infernal y paradisiaco país. Hay humor, citas de autores universales
parafraseados, ironía, realidad a chorros, verdades que provocan risa y luego
llanto, historia de nuestras alocadas ideas como país y no poca estupidez de
esa que se cultiva sin esfuerzo en nuestra extensa terraza cultural. Todo ello
lo ha compilado meticulosa (y paranoicamente) Gustavo Gómez.
Valió la pena el
esfuerzo de buscar entre tanto libro devaluado y cosechas de ácaros, al fin y
al cabo, ahora tengo en mi poder un texto que no leeré de una sentada, sino que
lo dejaré por ahí en el escritorio, en la mesita de noche o en la guantera del
carro y de vez en cuando lo abriré en cualquier página para recordar que soy
colombiano y formo parte de este circo. Un libro que no se lee de una sentada adquiere
mayor vigencia y tendré réditos de ello, es decir, me generará plusvalía
cultural.